sábado, 23 de julio de 2011

Perdidos














Una mujer mira fijamente la pantalla de su ordenador mientras pulsa compulsivamente el icono que da entrada a los nuevos mensajes. No tiene correo. “¿Qué buscas mamá? ¿Por qué le das tantas veces? ¿Esperas algún mensaje nuevo?”. Marta, por supuesto, espera algo, una buena noticia. Un escueto correo felicitándola por ese premio que nunca va a conseguir. No es mala en su trabajo, pero está lejos de estar entre las mejores. Un mensaje anunciándole que está embarazada y que finalmente va a dar a luz a ese hijo que tanto deseó y nunca llegó a tener. Pero los embarazos no son posibles sin una relación de pareja y su edad es demasiado avanzada incluso para la maternidad adoptiva. Una carta de su editor felicitándola por tan excelente trabajo y anunciándole la pronta publicación de su primer libro. A su hija le gustan las historias que ella escribe, pero pretender gustarle a los demás es un objetivo demasiado ambicioso. Marta miente, “No espero nada, hija”.

Un hombre solo, escucha la radio escondido en la oscuridad de su dormitorio. Hace muchos años que acabó la guerra y los suyos no la ganaron. Desde entonces vive disfrazado de tendero complaciente y amante padre de familia. Al caer la tarde, escucha la emisora clandestina de los perdedores. Esa voz siempre dice lo mismo: “los vencidos en el exilio están a punto de cruzar la frontera, pronto tomaremos la capital y derrocaremos al dictador. La victoria está próxima. De este año no pasará”. Su mujer lo llama, “Rafael, ¿qué haces? ¿No vienes a cenar? Podrías hablar con nosotras en vez de encerrarte en el dormitorio con el aparato ése. Y siempre con los auriculares puestos, te vas a quedar sordo,”. “No te enfades mujer, ya sabes que necesito relajarme un poco después del trabajo y la música me relaja. Me pongo los auriculares para no molestaros”.

Una anciana viaje en un tren a un pueblo perdido en las montañas de los Alpes italianos. Lleva una flor entre las manos. Ha pasado ya mucho tiempo desde que sus cuerpos se abrazaron, desde que sus labios se besaron. Ella le dejó. No estaba preparada para una relación tan arriesgada. Nunca lo estuvo. Nunca estuvo preparada para nada arriesgado. Su nieto le enseñó recientemente cómo utilizar internet y cómo buscar personas en la red. “Pon un nombre, abuela, un nombre cualquiera y buscamos quién es, dónde vive, verás cómo lo encontramos”. Ella tecleó el único nombre que sabía, el único que siempre había sabido, el único que nunca podría olvidar, ¿qué otro nombre podría teclear? Y la pantalla se llenó de enlaces y direcciones. Y una pequeña reseña en un periódico local italiano. Vincenzo Benedittini estaba siendo enterrado ese mismo día, a esa misma hora, a unos 1000 km de distancia. “¿Ves qué divertido es ésto, abuela? El nombre que has puesto corresponde a una persona de verdad, que realmente existe, bueno que existía” . Sabe que ya nunca lo podré abrazar. Aunque estuviese vivo tal vez él ni siquiera la recordase después de tanto tiempo. Pero le dejará su flor, ésa que tantas veces le pidió. Con su frase: con amor, de Raquel.

Hoy llueve. Una lluvia suave, cortés, cálida, húmeda, envolvente, penetrante, embriagadora. Marta, Rafael y Raquel salen a la calle a pasear bajo la relajante lluvia. Las calles están vacías, nadie quiere mojarse, temen enfermar por la humedad y por el ligero frescor que imprimen las gotas de agua. Los tres vagan a paso rápido y con mirada decidida, ésa que llevan los que saben a dónde van. Pero al terminar la tarde los tres se han perdido. Solo el que tiene un destino, se pierde.

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