La vida de Amparo estaba marcada por
la temprana muerte de su madre que sufría una fuerte depresión y se
suicidó a la edad de 45 años. Ni su padre, ni su hermano, ni ella
pudieron hacer nada para ayudarla. Amparo se preguntaba a menudo
cuáles podrían haber sido los motivos de su suicidio ¿Tendría su
madre una vida oculta que ni su hermano ni ella conocían? ¿Sería
la relación con su padre tan buena como parecía? Reiteradas veces
había intentado hablar con su padre de este tema, pero él siempre
repetía que la depresión era una enfermedad, como la gripe, que su
madre la había contraído sin causa aparente, y que no tenía
ninguna relación con ningún hecho de su vida. Durante los primeros
años de la enfermedad su madre lloraba y se quejaba de la vida
frecuentemente, pero luego simplemente callaba y rehuía cualquier
contacto humano. Sus ojos, que antes irradiaban felicidad, se
convirtieron poco a poco en pozos que conducían a la nada, a la
ausencia de emoción, a la oscuridad. Su sonrisa desapareció para
siempre y en su cara se perpetuó una mueca de dolor. Un día, hacía
ya más de 30 años, se suicidó.
Su hermano y ella, de distintas
maneras, habían dedicado su vida a luchar contra esa terrible
enfermedad. Su hermano era payaso. Se esforzaba en recrear en los
demás la risa que recordaba ver en su madre cuando él era niño, y
que un día sin que nadie supiera el porqué desapareció para
siempre. Amparo era médico y se había especializado en el
tratamiento de las depresiones. Su objetivo era ayudar a tantas
personas que sufrían la misma enfermedad que su madre. Junto con su
marido, habían creado un tratamiento que combinaba la medicación
con la realidad virtual. El tratamiento se basaba en proporcionar a
los pacientes cinco minutos diarios de felicidad. Durante cinco
minutos, conectados a la unidad de estimulación cerebral (eufemismo
técnico para designar a la máquina que creaba la realidad virtual)
el paciente vivía la vida que siempre soñó y experimentaba de
nuevo las sensaciones más placenteras y los momentos más felices de
su vida pasada. Estas vivencias eran capaces de proporcionar al
organismo una enorme cantidad de endorfinas que mejoraban
sensiblemente su estado de salud. El tratamiento inicialmente se
aplicó sólo a pacientes con graves síntomas de depresión, pero
pronto se empezó a utilizar para mejorar la calidad de vida de
personas con minusvalías o con enfermedades que requerían una largo
internamiento hospitalario. Recientemente se había empezado a
utilizar con ancianos que ya no podían vivir de manera independiente
y estaban recluidos en residencias. Durante cinco minutos, los
ancianos volvían a ser jóvenes fuertes y osados, a disfrutar del
amor, a abrazar a sus hijos o a jugar un partido de fútbol con los
amigos. Los ancianos llamaban “la máquina de la felicidad” al
milagroso artilugio y pronto se popularizó ese nombre entre todos
los visitantes y trabajadores de la clínica.
Amparo siempre había sido feliz. El
día que murió su madre se prometió a sí misma que, pasara lo que
pasase, ella siempre sería feliz. Nunca se dejaría abatir por los
problemas o desgracias que le sucedieran y aprovecharía todos los
momentos para disfrutar de la vida. Como norma de conducta, todas
las noches dedicaba unos minutos a recordar todo lo bueno que tenía
y todo lo que le quedaba por conseguir. Ese carácter optimista la
había hecho muy popular entre sus amigos y le proporcionada una
fuerza casi ilimitada para la actividad física y el trabajo, lo que
la había ayudado a alcanzar también importantes logros
profesionales. Era, sin lugar a duda, un buen ejemplo de corazón y
motor para todos los que la rodeaban.
Pero desde hacía algún tiempo Amparo
pensaba con cierta preocupación en su futuro. Había llegado a esa
edad en la que uno se pregunta si su vida ha sido tan buena como
esperaba o si aún le queda algo por hacer. A esa edad, en que por
primera vez se vislumbra el final del camino, ya queda menos
trayecto por delante del que ya se ha andado y hay que empezar a
administrar los recursos con sabiduría. Ya no se puede dejar nada
para después. A pesar de su felicidad, Amparo se resistía a pensar
que ya hubiera alcanzado la cima de su vida y quería encontrar un
nuevo camino que recorrer, una nueva ilusión por la que luchar. Se
le había ocurrido que la mejor manera de encontrarlo era conectarse
a la “máquina de la felicidad”. La máquina le ayudaría a saber
cual era la vida perfecta para ella, la vida que su subconsciente
podría anhelar y que ella nunca se había atrevido a conocer. Por
supuesto, esos pensamientos no podía comentarlos con su marido ni
con sus hijos. No podía permitir que su familia pensara que ella no
era feliz con ellos. Sólo se lo había contado a su mejor amiga,
Carmen, que prudentemente le había aconsejado que no lo hiciera.
- Amparo, tu ya tienes la felicidad.
No necesitas la máquina ¿No es mejor vivir de la realidad que de la
ficción, aunque sea la creada por tu propio cerebro? - Los
argumentos de Carmen eran razonables, pero no habían conseguido
disuadir a Amparo que cada día se sentía más deseosa de probar sus
cinco minutos de dicha. Además, como médico sabía que en el fondo
todo lo que vivimos es en cierto modo nuestra ficción de la realidad
¿Por qué no ir un poco más allá?
Hoy Amparo cumplía 45 años y quería
que fuese un día muy especial. A primera hora salió de su casa
camino al trabajo después de dar un beso a su marido y a sus hijos.
Cuando llegó a la consulta, aún no había nadie. La enfermera se
había cogido el día libre para acompañar a su madre al hospital y
los enfermos no comenzarían a llegar hasta las 10:00. A Amparo le
gustaba llegar la primera a la clínica, así podía sentarse, tomar
un café, leer el correo, y repasar los expedientes de los pacientes
con tranquilidad y sin interrupción. Pero hoy no estaba concentrada
en los expedientes médicos. Su pensamiento estaba junto a la
“máquina de la felicidad” y la experiencia que con ella podría
vivir. No haría daño a nadie. Serían sólo cinco minutos, luego
volvería a su mesa, y continuaría con su trabajo como todos los
días.
Amparo se levantó lentamente mirando
hacia los lados, como para comprobar que nadie la observaba aunque
sabía que la consulta estaba vacía, y se tumbó en el diván donde
se les aplicaba el tratamiento a los pacientes. Programó la máquina
para una sesión de cinco minutos y, con las manos temblorosas, la
conectó. No sabía lo que iba a pasar. Tal vez apareciese en una
playa del Caribe acompañada por un hombre joven y apuesto, o sería
una escritora famosa firmando libros en unos grandes almacenes, o una
heroína ayudando a los niños necesitados en el corazón de África.
En cualquier caso, sabría qué es lo que más feliz la podría hacer
en esta vida.
Sorprendentemente, lo que vio Amparo
fue algo muy distinto. Se encontraba tumbada en la cama de un
hospital rodeada de un hombre y dos niños que la observaban con
ansiedad. La niña parecía mayor y agarraba la mano de su padre
buscando protección. El niño, más pequeño, llevaba la cara
pintada y un disfraz de payaso que le hacía parecer salido de una
fiesta de cumpleaños. Su cara revelaba un sentimiento de
preocupación que no lograban ocultar los colores del maquillaje.
Pronto comprendió lo que estaba ocurriendo. Lo que había creído
que era su vida, era en realidad su sueño de felicidad. Y lo que
estaba viendo era su propia familia que esperaba mientras ella se
sometía al tratamiento en “la máquina de la felicidad”. En ese
momento empezó a recordar el profundo sufrimiento en el que llevaba
viviendo desde hacía ya algunos años, las pastillas, las sesiones
con el psicólogo, el sentimiento de impotencia y desesperación al
verse incapaz de cuidar de sus propios hijos, y no pudo enfrentarse a
la idea de volver. Reunió la fuerza y determinación que le habían
proporcionado sus cinco minutos de felicidad, contuvo la respiración
y murió antes de la desconexión. Años después su hija fundó una
clínica destinada al tratamiento de enfermedades mentales.