sábado, 23 de julio de 2011

El Doble


Nunca le había gustado jugar. Esa noche se dedicó a observar a los animados clientes del casino con la misma curiosidad y distancia con que un entomólogo observaría a sus insectos. Sentado en un rincón del bar, veía cómo su mujer y su hermano se alejaban ansiosos por probar su suerte. Era sorprendente que a las personas les divirtiese la incertidumbre de unos dados, o que prefiriesen dejar su destino al azar ¿No es mil veces mejor dirigir nuestras vidas siguiendo unos principios basados en la razón, o a lo peor en las creencias? Siempre le había entusiasmado la música, y en sus clases en la universidad utilizaba la conocida metáfora de una orquesta para explicar la naturaleza y el Universo, y cómo los seres vivos forman un conjunto armonioso, regido por unas reglas inmutables, en el que cada instrumento tiene su propio sonido, pero todos juntos forman algo esencialmente distinto y grandioso. Esa misma idea la había intentado aplicar a su familia aunque con dudoso éxito.

Siempre, también, había sabido que en la naturaleza el azar tiene su lugar. Pero prefería obviarlo. Tómese por ejemplo la genética. Cuando dos seres se unen para formar uno nuevo, el resultado final se puede predecir por las leyes de la estadística que calculan todas las posibles combinaciones de un conjunto de genes, pero no por las universales leyes de la física, aunque estas últimas estuviesen en la base de todo. Para explicar estos temas en la universidad solía utilizar una metáfora literaria. Los genes son como las letras que forman las palabras, el número de letras es limitado pero el número de novelas que se pueden escribir es ilimitado. Para ser sinceros ésto no era matemáticamente cierto, al menos no si uno limitaba el número de páginas escritas. Con un conjunto de 28 letras, más los signos de puntuación, más los espacios en blanco, se pueden escribir muchos libros de 100 páginas, pero no un número infinito de ellos. Si un ordenador dedicara su procesador a hacer todas la combinaciones posibles de estos signos, escribiría todas las posibles novelas de 100 páginas que se pueden escribir en la lengua castellana, las más hermosas, y las más deplorables, la mayoría de ellas sin un significado concreto. ¿Pasaría igual con los genes? ¿Cuántas personas diferentes se podrían formar con los genes que porta la humanidad? ¿Cuál es el ser más perfecto que puede existir? ¿Qué probabilidad hay de que en la Tierra haya o haya habido una persona idéntica genéticamente a nosotros? ¿Se podría hacer un catálogo con todos los seres humanos posibles? Sería el Diccionario de la Humanidad.

Las ruletas seguían girando y los demás reían y apostaban su dinero animadamente. David se había hecho ya invisible para su familia. Y lo que es peor, su familia se había hecho ya invisible para él. Siguiendo con su extravagante reflexión, se dio cuenta de que no había considerado un detalle importante, las mutaciones. Las mutaciones introducen una nueva variable en el sistema y hacen posible la evolución. Finalmente, nuestra existencia puede que tenga algo que ver con el azar, con una mutación no planificada que cambiase para siempre el destino de los homínidos. Llegado a este punto su reflexión se había acabado, David se dispuso a tomar el último trago de whisky antes de ir a buscar a su familia. Ya era demasiado tarde y le dolía mucho la cabeza.

Ahora su mujer y su hermano abandonaban la mesa de juego para regresar. No iban solos, les acompañaba un hombre de mediana edad, bien vestido, desenvuelto, seguro de sí mismo. Juntos, parecían mantener una conversación animada. Cuánto le hubiese gustado a él tener esa apariencia, la de hombre que domina la situación, que juega en su terreno, que controla su entorno. En cambio, ahí estaba, sólo, escondido en las sombras, en la última mesa del bar. Cuanto más se acercaban, más conocido le resultaba el nuevo acompañante, tal vez fuese un amigo de su hermano. No, no era un amigo de su hermano, era él mismo, tenía su misma cara, sus mismas manos, su misma forma de andar. Tal vez fuese su doble, ése que hay ciertas probabilidades de que exista en otro lugar del mundo, ese que es idéntico a nosotros pero a su vez distinto, porque tiene otros padres, otra historia, porque ha hecho otras elecciones a lo largo de su vida, porque finalmente se ha construido una personalidad distinta. Tal vez, el azar hubiera hecho que ese hombre estuviera allí, hoy, en el casino, y su familia lo hubiese confundido con él. David, se levantó, pagó la cuenta, y se fue. Total, él nunca había sido feliz con su vida.

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Perdidos














Una mujer mira fijamente la pantalla de su ordenador mientras pulsa compulsivamente el icono que da entrada a los nuevos mensajes. No tiene correo. “¿Qué buscas mamá? ¿Por qué le das tantas veces? ¿Esperas algún mensaje nuevo?”. Marta, por supuesto, espera algo, una buena noticia. Un escueto correo felicitándola por ese premio que nunca va a conseguir. No es mala en su trabajo, pero está lejos de estar entre las mejores. Un mensaje anunciándole que está embarazada y que finalmente va a dar a luz a ese hijo que tanto deseó y nunca llegó a tener. Pero los embarazos no son posibles sin una relación de pareja y su edad es demasiado avanzada incluso para la maternidad adoptiva. Una carta de su editor felicitándola por tan excelente trabajo y anunciándole la pronta publicación de su primer libro. A su hija le gustan las historias que ella escribe, pero pretender gustarle a los demás es un objetivo demasiado ambicioso. Marta miente, “No espero nada, hija”.

Un hombre solo, escucha la radio escondido en la oscuridad de su dormitorio. Hace muchos años que acabó la guerra y los suyos no la ganaron. Desde entonces vive disfrazado de tendero complaciente y amante padre de familia. Al caer la tarde, escucha la emisora clandestina de los perdedores. Esa voz siempre dice lo mismo: “los vencidos en el exilio están a punto de cruzar la frontera, pronto tomaremos la capital y derrocaremos al dictador. La victoria está próxima. De este año no pasará”. Su mujer lo llama, “Rafael, ¿qué haces? ¿No vienes a cenar? Podrías hablar con nosotras en vez de encerrarte en el dormitorio con el aparato ése. Y siempre con los auriculares puestos, te vas a quedar sordo,”. “No te enfades mujer, ya sabes que necesito relajarme un poco después del trabajo y la música me relaja. Me pongo los auriculares para no molestaros”.

Una anciana viaje en un tren a un pueblo perdido en las montañas de los Alpes italianos. Lleva una flor entre las manos. Ha pasado ya mucho tiempo desde que sus cuerpos se abrazaron, desde que sus labios se besaron. Ella le dejó. No estaba preparada para una relación tan arriesgada. Nunca lo estuvo. Nunca estuvo preparada para nada arriesgado. Su nieto le enseñó recientemente cómo utilizar internet y cómo buscar personas en la red. “Pon un nombre, abuela, un nombre cualquiera y buscamos quién es, dónde vive, verás cómo lo encontramos”. Ella tecleó el único nombre que sabía, el único que siempre había sabido, el único que nunca podría olvidar, ¿qué otro nombre podría teclear? Y la pantalla se llenó de enlaces y direcciones. Y una pequeña reseña en un periódico local italiano. Vincenzo Benedittini estaba siendo enterrado ese mismo día, a esa misma hora, a unos 1000 km de distancia. “¿Ves qué divertido es ésto, abuela? El nombre que has puesto corresponde a una persona de verdad, que realmente existe, bueno que existía” . Sabe que ya nunca lo podré abrazar. Aunque estuviese vivo tal vez él ni siquiera la recordase después de tanto tiempo. Pero le dejará su flor, ésa que tantas veces le pidió. Con su frase: con amor, de Raquel.

Hoy llueve. Una lluvia suave, cortés, cálida, húmeda, envolvente, penetrante, embriagadora. Marta, Rafael y Raquel salen a la calle a pasear bajo la relajante lluvia. Las calles están vacías, nadie quiere mojarse, temen enfermar por la humedad y por el ligero frescor que imprimen las gotas de agua. Los tres vagan a paso rápido y con mirada decidida, ésa que llevan los que saben a dónde van. Pero al terminar la tarde los tres se han perdido. Solo el que tiene un destino, se pierde.

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